EN OTRO TIEMPO


Debéis saber que desde hace un tiempo hállome en Sevilla. Ciudad alegre y luminosa, de  primavera eterna, alfombrada de huertos y jardines frondosos, árboles frutales y plantas odoríferas desconocidas en nuestra desabrida isla.  Desde aquí se gestiona la mayor parte de los asuntos de las Indias, que es como se conoce al Nuevo Mundo en la monarquía española. Y a donde deseo llegar para alcanzar  la gloria y fortuna que me niega mi tierra.

Un día, caminando sin rumbo, me vi arrastrado por una corriente humana que fluía calle abajo. Era una corriente formada por personas de toda laya y condición. Caballeros y señoras, acompañados por parte de su servidumbre; menestrales y artesanos, y una nutrida representación de la gente del hampa, probos funcionarios, vagabundos, pordioseros, tullidos reales y fingidos, rameras, tahúres… al fin se detuvo en lo que resultó ser la plaza del mercado.

Quedé admirado de lo que vi: toda clase de bienes de los que carecemos en la ruda y primitiva Britania, seda china, algodón indio, con los que se confeccionan finos ropajes que ridiculizan a nuestros bastos y malolientes paños de lana, esmeraldas de la India, rubíes del Tibet, zafiros de Ceilán.

Buscando información, y tal vez compañía, entré en una taberna. Media docena de hombres flanqueaban al mesonero en animada reunión. Pedí un vaso de vino y busqué acomodo entre las mesas. Al poco, vislumbré una joven que me observaba desde un rincón. Después del cruce de varias miradas y alguna sonrisa, me senté a su lado, suponiendo por el lugar y por su actitud que se trataba de una mujer de la vida. Soy sobrina del mesonero. No logró hacerme cambiar de opinión. No os preocupéis, él confía en mí. Después de varias copas era yo el que confiaba en ella. Id a estas señas y presentaos con este billete, encontraréis quién pueda facilitaros el pasaje. No olvidéis llevar una bolsa bien llena, los extranjeros tenéis tarifa especial. Esto último lo dijo con una sonrisa de mala puta, como verificaría más tarde.

Llegué anocheciendo a la dirección indicada. Se ubicaba en una calle de trazado sinuoso con varias revueltas a derecha e izquierda de forma que la vista no alcanzaba más allá de unos pasos. Al encontrarme en un punto entre dos revueltas, comprendí, había caído en una celada. Pronto lo pude comprobar. Puñetazos, puntapiés y algún rebencazo me tiraron al suelo. Conté hasta seis hombres envueltos en sus capas y con el rostro cubierto por sombreros de ala ancha.

Al salir de mi aturdimiento advertí que una menuda anciana, totalmente de negro, me miraba con lástima. Señor, no es lugar ni hora para andanzas, más bien nos encontramos en jurisdicción de maleantes y salteadores. Marchad en buena hora con Dios. Me despedí como pude, intentando tranquilizar a la anciana y agradeciendo sus palabras.

Me palpé buscando la bolsa.

Magullado, dolorido, enrabietado, me dirigí al mesón de forma irreflexiva y sin ningún plan concreto. Si la ira no me hubiese cegado hubiera comprendido que mis posibilidades de éxito eran las mismas que las de un mosquito precipitándose sobre la luz de un candil.

Al llegar me abalancé sobre el tabernero. Presto, sus secuaces me separaron, dando otra vez con las narices en el suelo. ¿Sobrina? ¿Qué sobrina? No tengo sobrina ni sobrino alguno, aunque sí media docena de hijos que porfiarán ante quién haga falta para sostener y mantener mis afirmaciones.

Humillado, salí a la calle buscando desahogo. Incumpliendo mis obligaciones de caballero, con desmesurados aspavientos  profería insultos e imprecaciones, corrido porque aquellos hijos de cien mil putas sifilíticas y halitosas se habían reído de mí como de un forastero simple y necio.

Cojitranco y dolorido llegué cuando amanecía a la venta donde me hospedaba, situada a unas leguas de Sevilla. Ni el trino de los pájaros, ni la brisa,  ni la vista de las huertas que rodeaban el edificio principal me devolvieron el ánimo. El ventero, a la vista de mi aspecto, me recibió de mal humor, como sospechando que yo pudiera ser una fuente de problemas que iba a perturbar su existencia. Sepa, señor mío, que mi casa no es amiga de líos ni embrollos. Aún así, diligente, avisó a unos criados para que me acompañaran a la habitación. Dormí todo el día y toda la noche hasta que me despertaron unos toques en la puerta.

Era la mujer del ventero, hembra de belleza madura y serena. Limpia, elegante en su sencillez, alegre y amable con todo el mundo sin afectación alguna.  Hay mujeres que necesitan un palacio para resaltar. Ella convertía con su presencia la más humilde estancia en la más lujosa de las mansiones. Portaba una jofaina con agua caliente, me lavó la cara y las partes del cuerpo que permite el decoro. Pobrecito caballerete, en qué líos andáis metido. Me aplicó un ungüento en unas heridas y me indicó cómo hacerlo yo en otras. Mi joven caballero, por la ciudad corren el oro y la plata pero no faltan estocadas y puñaladas, toda precaución es poca. Descansad, volveré, a su hora, con la comida.

Las visitas se fueron haciendo cada vez vez más asiduas y en cada una aumentaba la superficie que me lavaba y el número de heridas que me curaba. Al cabo de una semana se presentó a una hora más temprana de lo habitual. Rubio caballerete, hoy terminan mis cuidados. Se desabotonó la camisa y me ofreció la espalda para que le desanudara el corpiño, tarea ésta que se demoró más de lo necesario debido a mi torpeza e inexperiencia. Sentí que se recalentaba su aliento con el rubor de mi cara.

De madrugada oí movimiento en las caballerizas, el ventero había regresado de su viaje. Tuve que abandonar precipitadamente y de mala manera el paraíso y a la diosa que me había acompañado, saltando por la ventana como un gato acorralado, besando otra vez el suelo. ¿Por qué la felicidad es tan efímera para los pobres mortales?

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